En mi comunidad era bien conocido el salmo que oramos hoy, el salmo 33, era para algunos de nosotros un salmo para orar en las horas bajas, de esas que también se tienen cuando tienes pocos años y todavía crees plenamente en el hombre y la utopía… “Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo, y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias.”
Leyendo el evangelio de hoy, a la luz de este salmo, reparo en que esa es la actitud del hijo pródigo, ‘el afligido invoca al Señor’. El cambio, que inicia el camino de vuelta, es la conciencia de vivir una situación de angustia, de pasar hambre, de no ser tratado de acuerdo a su condición de persona, es la experiencia de carencia, de pobreza,… y de invocar a Dios en ella. Esta fragilidad, paradójicamente, nos posibilita la búsqueda mayor, algo nos dice dentro que hemos sido llamados a una vida mejor, y nos permite añorarla, descubrir que Dios nos llama a otra vida, a otra forma de entendernos, de relacionarnos, de amar y amarnos,…
Como dice el padre al final del evangelio: “Ese hijo que estaba perdido, ha vuelto a la vida”, ese hijo que no era consciente de qué era la vida, que se marchó atraído por el mal, lo fácil, lo establecido,… en la situación de necesidad “entrando en sí, se dijo (…) « Me levantaré, me volveré a casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros».” Este hijo, que andaba perdido, encuentra en la experiencia del hambre la capacidad de entrar dentro de si, halla su espacio íntimo y secreto, donde puede estar sólo bajo lade DABAR
atenta mirada del Padre, adquiere la capacidad de desplazarse de lo exterior a lo más interior, de lo superfluo a lo esencial, de la palabrería al silencio, de la confusión de tener cosas que parecen llenar a la añoranza del amor, y en ese lugar interior es capaz de cambiar, decide volver, pero no para pedir privilegios y dinero, sino para ser tratado como persona y recuperar el amor perdido.
Decía San Juan de la Cruz se trata de “huir de las criaturas que le pueden hacer daño, zambullirse en su hondo y centro que es Dios y esconderse en él”, en ese centro, “se escondió” el hijo menor y ahí encontró la fuerza para su decisión. El viaje a la propia interioridad y la transformación que tiene lugar ahí, son un camino sin retorno, que cambian a las personas desde dentro, si es auténtico no puede quedarse en qué a gusto estoy aquí, contigo Padre, sino que se verifican en la conversión, en la valentía de volver a la casa paterna, pidiendo perdón, reconociendo los pecados, sin exigir, sin querer ser más, sin aspirar a tener… cambiando los parámetros de las relaciones… Volver, emprender el camino hacia lo bueno, lo bello, lo cierto… frente a lo aparente, lo estrafalario, el engaño del mal…
Y se produce el encuentro con lo inesperado, porque Dios y su misericordia superan siempre cualquiera de nuestras expectativas, quien quiere volver tan solo a ser tratado como mero jornalero, se encuentra un padre afectuoso, cariñoso, alegre, que corre efusivo a su encuentro, que le cubre de besos y abrazos, que le devuelve su dignidad de hijo, que hace fiesta solo porque ha vuelto a casa quien se había perdido… recupera intacto el amor primero, no hay rencor, no hay reproches, las puertas de la casa paterna-materna se abren de par en par para el amado hijo… se puede volver sin miedo, todos podemos volver sin miedo, hayamos pisado las tierras de la perdición que hayamos pisado, volvamos, porque nuestro Padre tiene siempre el corazón dispuesto al encuentro y los brazos abiertos…
ELENA GASCÓN
Extraído de DABAR Año XLII – Número 19 – Ciclo C – 6 de Marzo de 2016