Desde que empezó el adviento hemos ido saboreando paso a paso, domingo tras domingo, los misterios del gozo de la espera, el nacimiento, la infancia y los primeros pasos del ministerio público de Jesús.
El miércoles de ceniza dio un giro brusco y nos enfrenta con nuestra condición de pecadores y se nos invita a la conversión. Es como pasar de la frescura del oasis, de la alegría y la ternura a la austeridad del desierto.
Hoy se nos muestra una de las imágenes más bonitas, emotivas y profundas de Jesús. Imagino lo duro que sería para Jesús estar rodeado de nada, despojado de todo, con sed, hambre y sólo con un alimento: el pan de Dios, el alimento de su Palabra, el alimento que necesita para volver a su vida, a su entorno, y convencer a sus gentes de la plenitud del amor de Dios, porque su amor nos libera de toda esclavitud.
La imagen de Jesús en el desierto es muy dura, pero a mí me transmite una paz que yo no hayo en ninguno otro texto, quizás porque se hace tan pequeño y humilde y a la vez tan humano, quizás me produce hasta tranquilidad pensar que Jesús tuvo que pasar por tantas pruebas y tentaciones para llegar a su Padre, llegar y encontrarse con Dios no es fácil, tampoco lo fue para él. La alegría de Dios no depende de lo que hagamos por él, sino de lo que le permitamos que haga en nosotros.
En ese desierto es importante otro signo, la oración, aquella que te inunda de paz cuando sale desde lo más humilde y profundo del corazón. “No nos dejes caer en la tentación” decimos en el Padrenuestro, ¡cuántas tentaciones nos detienen! Tenemos en nuestro corazón pequeñas piedras, como las que están incrustadas en un terreno de cultivo, agarradas a nuestro corazón, difíciles de despegar como la falta de misericordia, la insensibilidad, la dureza del corazón… Esperamos e incluso exigimos que Dios nos trate con ternura y con un perdón sin límites, pero somos incapaces de sentir misericordia por los demás.
La tentación es la seducción del atajo, del camino fácil, de la normalidad (lo que todos hacen), son las piedras que llevamos incrustadas en el corazón, son las que se transforman en pan sin pasar por el esfuerzo del hombre, tentación es hacerme la ilusión de que puede existir otro camino distinto al proyecto de Dios.
Nos guste o no, lo queramos o no, para tener hay quedar, para ser hay que deducir, para iluminar es necesario esconderse.
Jesús elige el desierto para esconderse, se va en su condición de hombre, a solas, sin nadie que le acompañe, sin nada que le distraiga, y empezó a librar su batalla desgastado por el hambre y la sed, se presenta ante las tentaciones y se enfrenta a ellas durante cuarenta días, sostenido sólo por la Palabra de Dios.
La cuaresma es una nueva oportunidad de descubrir que hay otra manera de ser, de vivir, de dejar que nos hable la Palabra de Dios, tiene que ver con vivir en el susurro, la sensibilidad, lo profundo y trascendental. Lo de Dios se vive mejor cuando se vive con el corazón. Si sólo vives con Dios y con el bolsillo… no descubrirás a Dios.
Y ahora en Cuaresma se nos invita a nosotros durante cuarenta días, a entrar en el desierto del silencio, de la oración, de la calma, del encuentro con el propio yo, y con los otros hermanos, del encuentro con Dios.
En la paz, en el silencio y en ese desierto particular de cada uno, tal y como Jesús nos enseñó, es donde entendemos que necesitamos un cambio, necesitamos ojos nuevos, una mente nueva y un corazón nuevo. NECESITAMOS A DIOS.
SUSI CRUZ
Extraído de DABAR Año XLII – Número 16 – Ciclo C – 14 de Febrero de 2016