Cuando leemos el Evangelio de hoy, fácilmente podemos caer en la trampa de imaginarnos a un Dios prestidigitador que, siendo Dios, se transforma en hombre, pero no; no es esa la lectura que hace Juan. Dice que “se hizo hombre”, es decir, no afirma que dejó de ser Dios, lo que dice con toda su fuerza es que “se hizo hombre” y, para resaltar aún más esta condición del Verbo, añade: “y habitó entre nosotros”.
La Palabra encarnada trae, además, una misión que nos reconforta: habitar entre nosotros, poner su tienda junto a la nuestra en este campamento inmenso que es el mundo. Estamos ante un Dios-hombre real, hecho carne viva, carne tocada y acariciada, carne sufriente, carne de fiesta, carne tentada... ¡carne! No es un Dios que parece hombre, sino que lo es en toda su materialidad. Dios se hace compañero de camino, de fatigas, de miedos, de ilusiones, de consuelo... Como canta el poeta Leopoldo Panero: “Así te necesito, de carne y hueso...”.
La Palabra de Dios se nos dijo en una existencia humana, Jesús. Una Palabra bien concreta, limitada su existencia a un lugar preciso de la desprestigiada Galilea, y sus palabras tenían el acento de la cultura popular. Ante la pequeñez de la Palabra se cierran las puertas de las posadas, pero se abren las del corazón de unos pastores. Se abren los ojos de unos Magos venidos de lejos, pero se cierra la magnanimidad de un rey convertido en un tirano sanguinario. Luces y sombras acompañan la Presencia de Dios entre nosotros. Luces y sombras dibujan el paisaje de nuestra vida.
La Luz bajó hasta las tinieblas y ahora vive dentro de nuestra carne. Cuando Jesús ponía su mano de amigo sobre el hombro de un leproso excluido de la ciudad, o sobre la frente de una mujer postrada por la fiebre, el encuentro con la cercanía corporal de Dios los curaba. Y cuando una mujer le besaba los
pies o le ungía la cabeza, Dios lo agradecía. El cuerpo de Jesús era la expresión de la libertad y del amor de Dios por los caminos.
Contemplar a Dios pasa por contemplar a Jesús. Dios se ha hecho accesible a nuestros sentidos. No es necesario cerrar los ojos para encontrarlo, sino abrirlos de la mejor manera posible para ver a Dios en la carne de Jesús. Esto nos permitirá descubrirlo después en toda carne que pase a nuestro lado. Y éste es también nuestro desafío, que nuestra propia carne sea una palabra activa de Dios que se acerca a todo ser humano. Como en Jesús, Dios necesita nuestra carne para acercarse a su pueblo allí donde se encuentre, en los paraísos donde festeja y en los infiernos donde se consume.
“Bienvenido a la república independiente de tu casa”, propone una publicidad mundialmente conocida. Es un buen eslogan, y si pega con fuerza, es porque se hace eco de un tipo de mirada muy frecuente: la mirada egocéntrica. Tú eres la medida de todas las cosas. El misterio de la Encarnación nos habla de todo lo contrario. Nos invita a salir de nosotras mismas. Ponernos en el lugar del prójimo. Abrirnos a una realidad más amplia, más inclusiva... y contemplar lo pequeño.
Es en lo pequeño, en lo frágil, en lo vulnerable donde Dios humano se nos presenta. Es en los márgenes convertidos en centro. Es en una desnudez que tiene más dignidad que todos los ropajes de las pasarelas de la historia. Y con esta mirada podemos llegar a descubrir en nuestra carne ese canto profundo, ese villancico vital, que brota cuando entendemos alguna vez, y aunque sea por un instante, qué es lo que de verdad importa.
MARICARMEN MARTÍN
Extraído de DABAR Año XLI – Número 9 – Ciclo B – 4 de Enero de 2015