sábado, 30 de abril de 2016

Evangelio del domingo: … mi paz os doy ...

¡Vaya regalazo el de Jesús hoy! Nos han tocado todos los boletos de la lotería a la vez. Nos regala su paz. Esta humanidad nuestra necesita con urgencia la paz. Las guerras y los atentados terroristas, los secuestros de personas, las persecuciones por motivos étnicos o religiosos, la violencia machista, las crispaciones crónicas... marcan nuestro hoy, multiplicándose de tal manera en muchas regiones del mundo, hasta asumir la forma de lo que algunos llaman “tercera guerra mundial en fases”.
Sin embargo, una vez más, Jesús nos regala su paz. Y lo hace no de forma individual sino colectiva, en grupo, en comunidad, os doy mi paz. ¡Qué bien nos conoce Jesús! Es importante que la paz de Dios, se haga visible en una fraternidad humana. No importa si es pequeña y sencilla, si está formada por jóvenes o mayores, hombres o mujeres, muchos o pocos, valientes o cobardes... Sólo desde la fraternidad tenemos la posibilidad de que nuestro esfuerzo por la paz sirva más al bien común que a nosotras mismas.
Esta fraternidad de paz se convierte en una fraternidad y en una paz alternativa a nuestro mundo, donde lo más importante no es el hacer, aunque sean cosas muy buenas para la paz; lo más importante es el ser. Debe ofrecer algo más que un simple contexto protector, no es sólo medio para realizar la paz, sino que es el lugar donde la paz que andamos buscando recibe su primera forma.
En esta fraternidad existen los problemas, las controversias, las discusiones... como aparecen en la primera lectura, pero se les pone nombre, se sitúan encima de la mesa y se buscan soluciones juntos y
juntas a la luz de la Palabra. Utilizamos nuestra palabra como regalo para construir, nunca para destruir, controlando la violencia verbal. Y escuchando.
En esta fraternidad compuesta por personas normales y corrientes reconocen que el perdón es el gran don divino que Jesús nos ofrece. Y perdona. La paz es una misión de perdón, de reconciliación (Col 1, 15-20); el perdón rompe el círculo del eterno retorno de la violencia (Jn 20,19-23). Jesús no ofreció un optimismo basado en las estadísticas, en el análisis político, en el equilibrio de poder o en la capacidad para destruir, sino una esperanza basada en la promesa del perdón de Dios a todas las personas, en la promesa de su amor incondicional hasta dar la vida.
Una paz que se logra con armas no es paz, sino dictadura de los poderosos. Un orden que se alcanza sometiendo y acallando con violencia a los posibles disidentes es coacción. La paz no se impone ni negocia, sino que brota donde hay hombres y mujeres que acogen y se perdonan gratuitamente. Por eso, la fraternidad no es una serie de personas que se han agrupado para unir sus fuerzas y hacer que la victoria sea más probable. No. La fraternidad es la expresión de una victoria ya conseguida. San Pablo dice: “la muerte ha sido vencida” (1 Cor 15,54), por eso, son personas de esperanza y agradecidas. Capaces de reconocer y celebrar la paz de Dios.
Esta fraternidad de paz abre su casas y acepta el regalo de las víctimas. La vida no crece y se extiende por la lucha entre fuertes sino por la presencia y palabras de aquellos que no tienen ni lugar, porque no tienen derechos. La verdadera paz nace de los expulsados del sistema: huérfanos, viudas, extranjeros, refugiados... y de aquellos que los acogen para vivir en Cristo. Nos regalan la paz sin saberlo, sin exigir homenajes, sin enfadarse porque nadie les hace un monumento. Por eso es preciso estar cerca de ellos: no por misericordia ni compasión, sino por mera necesidad, porque la paz solo es posible cuando alborea la justicia (St 3,18).
Una fraternidad, en fin, que tiene el “deber de memoria”, es decir, de repensar la vida y la muerte toda desde la memoria del sufrimiento de las víctimas. La memoria es justicia y, por tanto, paz; el olvido, injusticia y, por tanto... no paz.
MARICARMEN MARTÍN
Extraído de DABAR Año XLII – Número 30 – Ciclo C – 01 de Mayo de 2016