sábado, 2 de abril de 2016

Evangelio del Domingo: Divina Misericordia

Jesús vuelve a encontrarse con sus discípulos después de su Resurrección. Algunos ya le han visto, y han dado testimonio de lo que eso supuso para ellos. Otros, como Tomás, que no estaba ese día, se muestran escépticos. Como cualquiera de nosotros, si nos vinieran a contar que alguien que ha muerto ha vuelto a la vida. Es normal la duda, la desconfianza cuando un suceso escapa a las leyes de la naturaleza y a lo normal de la vida cotidiana.
Pero contamos con la presencia arrolladora del Espíritu, que se manifiesta cuando Jesús aparece entre todos ellos, y les llena de nueva vida, les hace recuperar la ilusión y el compromiso, la fe en el mundo nuevo que les ha propuesto.
Los creyentes de este momento de la historia nos vemos, con cierta frecuencia, en la tesitura de tener que dar razón de lo que no podemos. Mantenemos nuestras creencias y prácticas dentro de nuestras vidas, con naturalidad y sin escondernos ni hacer alarde de ellas. Tenemos amigos, unos creyentes y otros no, y nos sentimos integrados y cómodos, lo mismo en la parroquia que fuera de ella. Pero, puesto que la fe es un salto del corazón que se apoya en el Espíritu, es difícil justificarla o explicarla razonablemente en todos sus matices. Quiero decir: ¿quién de nosotros no reaccionaría como Tomás en la misma situación? La eterna pugna entre razón y fe…
Cuando, por fin, Tomás ve a Jesús, y éste le muestra sus heridas y le ofrece las pruebas de su existencia real, es Tomás el que rinde su razón a la presencia de Jesús. El amor de Jesús le atrae con una luz fija y reluciente, le llena de confianza, borra sus dudas. La realidad del amor de Dios puede con todo.
Creo que el episodio de Tomás viene a decirnos que no es malo dudar, porque Dios nos dio la inteligencia para que la usáramos. Como dice J.A. Pagola, las dudas bien resueltas nos ayudan a profundizar nuestra fe. Y la experiencia de Dios en nuestra vida, cuando se fundamenta en la sensatez y el pensamiento coherente, adquiere realidad y profundidad.
Es el domingo de la Divina Misericordia. Como parte de las celebraciones del Año Jubilar de la Misericordia, tiene el sentido de recordarnos que, como parte de la Iglesia que somos, estamos llamados a contribuir a ‘poner en evidencia su misión de ser testimonio de la misericordia. Seamos misericordiosos como el Padre’
Aprendemos la Misericordia del Padre. Padre que, al manifestarse ante nosotros, nos devuelve la alegría, la calidez, la luz de la mirada y el gozo del corazón. Creo que la mejor manifestación de la misericordia, cuan la damos o la recibimos, es la ligereza del alma, el sentimiento del corazón que se une al nuestro, amplificando la fiesta y reduciendo el duelo a un tamaño manejable.
Me reconforta pensar que el salto a ojos cerrados que nos exige la fe, tantas veces incomprendido por quienes nos rodean, pueda llegar a llenarnos de fuerza, luz y gozo. A abrirnos la puertas del corazón y animarnos a salir afuera, al encuentro de quienes nos necesitan. A hablar a cada cual en el lenguaje que mejor entiende, a repartir a manos llenas el amor que tan gratuitamente se nos da.
En resumen, a dejar el mundo un poquitín mejor de cómo lo encontramos.
A. GONZALO
Extraído de DABAR Año XLII – Número 26 – Ciclo C – 03 de Abril de 2016