- La Paz. La Paz que transmite el Resucitado cura el miedo de los discípulos transformándolo en alegría. La Paz ha sido y sigue siendo un don, pero también una tarea, un reto, un desafío. La Paz de Cristo pasa por la aceptación de su persona, no genérica o “grupalmente”, sino personalmente. Aceptación de su persona que incluye, a su vez, implicarse en su proyecto y llevarlo a cabo con su mismo Espíritu. La Paz del Resucitado se dirige al corazón sin prometer estabilidades permanentes en lo exterior. En ocasiones, toma incluso forma de “espada” desestabilizadora, como ya anunció el propio Jesús.
- La Misión. Los discípulos están asustados, por eso las puertas permanecen cerradas. La Misión, les lleva a romper los cerrojos y los lanza hacia fuera de ellos mismos; hace posible la salida al mundo y la entrada del mundo en el corazón. La clave de la Misión del Resucitado radica en un 'como': “como el Padre me envió, os envío yo”. No a otra cosa, no de otra manera. Jesús fue enviado a anunciarnos la Buena Noticia del sueño de Dios: su Reino. Recibir ese sueño en nosotros y nosotras y sentirnos enviados a anunciarlo como Buena Noticia para el mundo, constituye la fuerza interior de una Misión que tira de nosotros hacia fuera, liberándonos de un infecundo ensimismamiento. La Misión nos des-centra hacia el Otro y hacia los otros y otras y nos impulsa a seguir creyendo, amando y esperando al modo de Jesús.
- La Libertad. No es la facultad de decidir qué me voy a comprar en estas rebajas. Nos referimos a lo que algunos llaman 'la Libertad de la Última Cena'. La libertad de entregar nuestra vida, de decir a nuestros hermanos y hermanas: 'esta es mi vida, y la ofrezco por vosotros, podéis disponer de ella'. No es ésta una obediencia entendida como fuga de las propias responsabilidades, sino que expresa la libertad y vulnerabilidad de Dios. La 'Libertad de la Última Cena' incluye que la humanidad pueda sentarse a una mesa común donde se reparta el pan para todos y que la manera de que ese 'sueño de Dios' se haga realidad pase por la entrega de la propia vida.
- El Espíritu Santo. Ya decimos de antemano: imposible la Paz, la Misión y la Libertad sin un cambio de Espíritu. Del nuestro por el de Jesús. A un nuevo ser y un nuevo actuar le corresponde un nuevo Espíritu. El Espíritu que nos transmite el Resucitado es Espíritu del Padre que nos llena de la pasión de Dios por el mundo, de su compasión y padecimiento en el interior del sufrimiento humano. Es, al mismo tiempo, Espíritu del Hijo, que nos transmite aquella pasión de Jesús por el futuro de los excluidos que le llevó al padecimiento de la Cruz, Es, pues, un Espíritu 'apasionado'. Con este Espíritu llegamos a ser la pasión de Dios que trabaja, da Vida, sufre y muere en nosotras y nosotros para el mundo.
- Perdón de los pecados. El perdón es la otra cara del amor como ideal en el que creemos. El amor que perdona no es ciego, está impregnado de lucidez. El perdón posee una fuerte acción sanante. Experimentar el derroche de amor que procede del perdón nos restituye. Allí donde hay perdón, está Dios (1Jn 1,9). Cuando vivimos en el perdón, la presencia de Dios que da su Vida y su Paz se hace más densa. En el perdón comienza una transfiguración de nuestro ser, es el principio de la resurrección sobre la tierra (Rm 5,10-11). El perdón es pura gratuidad. Ofrecemos el perdón gratuitamente, no para cambiar al otro o la otra. Perdonar es renunciar a saber lo que la otra persona hará con nuestro perdón. Lo que sí sabemos es que no hay paz sin perdón y, al contrario, el perdón es un camino para la paz (Ef 2,14ss).
Tomás no fue capaz de descubrir ninguno de estos signos. Ojalá que nuestros ojos se abran para que, a diferencia de él, seamos capaces de descubrir en la espesura de la realidad los signos de Vida, los regalos del Resucitado, sin fecha de caducidad.
MARI CARMEN MARTÍN
Extraído de DABAR Año XL – Número 24 – Ciclo A – 27 de Abril de 2014