Pecados ajenos…
…que no lo son tanto. No es que no sean pecados, sino que no nos son tan ajenos. La impresión general es que cada vez hay menos cosas que son pecado. O, aunque lo siguen siendo, importa menos, o asusta menos, o da menos respeto. A la noción de pecado le perdemos la prevención, y hasta nos
gustaría cambiarle el significado. Porque está mal saltarse los mandamientos, pero hay eximentes (y hasta el código penal reconoce la necesidad como motivo para no condenar el robo). Y hay cosas (como hacer llorar por crueldad, o consentir que un niño pase hambre) que deberían estar entre lo más feo de lo feo, y lo más perseguido y castigado.
A nuestra protagonista de la lectura de hoy se le pasarían consideraciones parecidas por la cabeza cuando la arrastraban de mala manera ante Jesús. En este último domingo de Cuaresma nos enfrentamos a un texto que nos propone variadas pistas para la reflexión y revisión de nuestra vida.
En primer lugar, nos presenta a una mujer sin nombre, ni linaje, ni vínculos familiares: es “”la adúltera”. No merece más designación que la que le da su pecado. Sin historia ni cosa buena en su haber. Ella es lo malo que ha hecho, y nada más. ¿Cuántas veces nosotros definimos a una persona por un único fallo? ¿Cuánto nos cuesta valorar al prójimo en su totalidad de personas?
A esta mujer la llevan ante Jesús porque “la han sorprendido” en flagrante adulterio. ¿Acaso estaba en un sitito público? ¿O han allanado su casa por las bravas, invadiendo su intimidad? ¿Y qué sabemos de quien estaba con ella? Nunca nos hablan de él ¿Es totalmente inocente? ¿No habrá nada que decir de quien se aprovecha de la debilidad de una mujer sola? ¿Por qué cargamos todo el peso del pecado en una de las partes, dejando irse de rositas a la otra?
Jesús se abstiene de opinar. Sabe que le tienden una trampa. Diga lo que diga está condenado de antemano por los fariseos. Y no se deja liar. No va con su estilo sumarse a un grupo iracundo que arrastra por los suelos a una mujer. Ni participa del torrente de comentarios que acompañaría, sin duda, al tumulto. No presta oídos a los maledicentes, no aporta nada. Sólo calla, reflexiona dibujando en el suelo. ¿Seríamos nosotros capaces de mantenernos en silencio cuando en nuestra presencia se crucifica a alguien? Más aún, ¿tendríamos la presencia de ánimo necesaria para levantar la cabeza y hacer esa pregunta que hará avergonzarse a todos?
Todos desfilaron, empezando por los más viejos. Los ancianos, los más respetados, los más escuchados, los que más ocasiones han tenido de saltarse más mandamientos. ¿Será éste el momento en que se dan cuenta de que para juzgar al prójimo es necesaria la conducta intachable? Y ¿sabrán apelar a la piedad, necesaria con todos como con uno mismo?
Jesús no condena, sólo espera. Y contempla a la mujer como persona, no como pecado. Parecería que se escabulle de condenar el pecado de adulterio, pero lo que hace es compadecer a la pecadora, dándole ocasión de rectificar su conducta y enderezar su vida.
Los acusadores: avergonzados. La pecadora: redimida. Jesús, puesto a prueba: sale airoso, una vez más, de una trampa envenenada. ¿Y qué aprendemos nosotros? La conducta a seguir: no calumniar, no participar en condenas. Mirar la viga de nuestro ojo antes que la paja del ajeno. Esperar lo mejor de cada persona y ejercitar la compasión infinita. Que para terminar la Cuaresma y empezar la Pascua ya son bastantes cosas en qué pensar.
A. GONZALO
Extraído de DABAR Año XXXIX – Número 19 – Ciclo C – 17 de Marzo de 2013
PIEDRA SOBRE PIEDRA